Salón de la música

Ganas de que algo sucediera, de que todo, el Todo, la acumulación de unidades en una totalidad significativa se complicara, reventara de una vez, amplificara su ostentosa detonación según la tarde iba pasando suave tras de las cortinas rojas del salón de la música; ganas de un «desastre oscuro» entre los muros decorativos del edificio. Mientras tanto, la música, allí descubierta y ya querida e incorporada como una parte nativa y originaria de las propias entretelas, allí la música extremada y atrevida, aunque antigua y revelada, la música que entra también por la rendijas y las curvaturas de las cortinas y dobleces de sus telas pesadas y el reverbero de los sonidos de Brahms y de Bach y de Beethoven entre las sillas y los peraltes de aquel escenario teatral y decorativo, sí, allí esperábamos un estallido en la emoción misma de la música, en aquella tarde que declinaba —y hasta lo decía Platón en el Fedro que la belleza estallaba como un caballo rebelde y desembridado—, allí leyendo a ratos aquellas líneas platónicas (y que se querían plutónicas) y observando de paso la tarde desde las volutas y los arrequives de las decoraciones lejanas del Palacio Antiguo (pero clásico y Monumental y Representativo de la calidad de Aquella Urbe); volutas y arquitrabes aquellos tan tristes (los de la Antigua Torre de la ciudad eran quizá, y por chocante contraste, más alegres y bienhumorados); y sin embargo, lo que se pedía era un «desastre oscuro» en el centro mismo de la música, uno que nos animase a salir, a salir cuantos antes, en aquel momento en que el sol se iba cayendo, se mezclaba con una buena lluvia torrencial que hiciera de bienvenida en su mezcla de tonos y brillos de luz desplomada y salpicaduras en el pavimento con sus asfaltos por la calle. Ganas de aquella lluvia que nos tapaba, nos hundía de agua hasta buscar cobijo en los Pasajes (el de Gutiérrez), allí donde un Hermes de Gianbolonia señalaba un cristal de la claraboya y la lluvia repiqueteaba y resbalaba.

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