Estamos fuera incluso cuando nos vemos hacia adentro. Nos vemos como el objeto que se estudia, que se busca o se pretende. Nos vemos como el límite de los posibles objetos de la mirada. Salimos a ver qué se pueda otear de entre lo que hay y entonces estamos nosotros mismos viendo el mundo, estando en él como el inquilino que sale de paseo y pertenece a una casa, está en ella y quiere descubrir las condiciones de habitabilidad, el régimen de comidas y trato, lo que se encuentra uno cuando despierta y comprueba que sigue siendo el de siempre, el de costumbre, sin demasiadas novedades. ¿Acaso le gustaría encontrarse desconocido para sí mismo, recién descubierto como un extraño? Sería demasiada la sorpresa. ¿Quizá le apetecería mejor hallar nuevas vías, nuevos métodos de acceso a lo de siempre, posibilidades nuevas de transformación de los tales procedimientos de reacomodo en la vieja morada conocida; desearía quizá descubrir algún nuevo sector oculto hasta entonces y ahora accesible así de repente en la rancia finca cotidiana…? Hay que hacer gran esfuerzo para cambiar de hábitos y reinventarse. Hay que reconocer que para estas cosas es demasiado fácil plantearse buenos propósitos de enmienda que al final no pasen de artificialidades o de voluntariedades… Y sin embargo seguimos empeñados en alguna nueva relación o pacto con el mundo (y también recíprocamente con nosotros mismos, como una parte, un algo más de ese mundo). Sí, algún nuevo contrato o posibilidad inventada ad hoc de incorporación, de integración de lo mundano en ese sí mismo que suele tener a bien aparecérsenos todas las mañanas nada más despertar. Pero es que también estamos dentro del nosotros mismos incluso cuando pensamos haber salido a ver mundo, a reconocernos en los rostros y los restos que los demás pareciera que nos ofrecen cuando les interpelamos con algún gesto o algún ruido de chasquido a manera de llamada de atención. Y seguimos estando dentro, tal y como podemos comprobar cuando damos vueltas en torno en algún mirar de circuntraslación por el medio natural, el que se nos ofrece delante y según movilizamos el tal eje contemplativo. Ese mismo eje que nos tendrá siempre como centro de maniobras inevitable. Entonces nos espejeamos con el entorno y reconocemos rasgos propios en gestos de los demás al contemplarlos: somos y no somos también nosotros, con posibilidades distintas de acción y reacción, con esos mismos retos pretendidos de modificación de posturas…
«…y por debajo yace leña seca y a borbotones sube el calor y arde el gorrino mugriento en los espetos» Ilíada, XXI, 364
Como el río que se rebela contra la sangre que lo inunda y eleva su mugido entre el fragor de las armas que brillan en lo oscuro desde el agua que refleja los aceros por la noche.
Vuelan los últimos pájaros del bosque en la tormenta y las aguas del río abandonan su cauce y se arrastran por campos y entre árboles y dejan su lengua ardiente y lamen las cortezas. La sombra avanza por la hierba fresca y la llena de su pesada carga y su argamasa tierna de tierra machacada y barro negro. Allí las huellas del odio afilado de lo vivo, de los manantiales ocultos y el calor de sus fondos más oscuros. Allí la huella de lo antiguo que se engarza con lo vivo y lo sostiene. Vieja huella gastada lo que hubo, los antiguos corazones que saltaban y ahora se ocultan resecos en los viejos árboles tronchados, polvorientos.
Alcanzar las cosas por otros medios que los convencionales: la observación microscópica, el peso físico, el volumen, la velocidad de traslados y transportes; otra cosa, otro medio, otra posibilidad de alcance que no sea la de siempre, la caída del peso desde su báscula y el aplastamiento de los plásticos con la rueda del camión. A veces, raras veces, se produce un fenómeno de contacto directo, más allá de la relación de tacto, de inmediato rozamiento.
Y la figura que tentamos, que asediamos, se presenta ella sola sin necesidad de convocatoria ni de presión ni de contacto tactílico: no le hace falta nada para estar con nosotros ni tan siquiera la cercanía de las micras suficientes como para notar la tensión de su electrizada superficie. Nada. Está ahí delante vestida de su misma presencia inobjetable. Ella sola en ese momento en que todo: el aire, las partículas de polvo trémulas e iluminadas, los vuelcos de aire quieto rodeando el objeto de un halo santificante; todo se pone de acuerdo en rodear de venerabilidad al objeto sacralizado y lo saca del tiempo desde el espacio enmudecido, lo arranca de la posibilidad de convivencia con el resto de las cosas de siempre, las rodeantes y acompañantes, y se queda sola, extática, quieta, como suspendida en un aire suyo, elevada a lo alto sin tener ni tan siquiera que alzarse, allí brillando sin luz, ardiendo en el silencio de la tarde sorda, iluminada de enormidad.
Pero entonces tampoco hemos llegado al objeto. Es la cosa quien se ha dignado venir a nosotros llamada por nuestra indigencia, la pobreza del que trata de llegar y no alcanza.
Estar tan fuera, tan lejos de todo lo que nos rodea (hágase la consabida enumeración; exhaustivícese la misma) que no hay la más mínima posibilidad de que ninguno de los deseos, los grandes anhelos perentorios, arrojen un cabo, una soga tan certera que alcance a tocar el suelo y lo amarre inexorable y lo alce y lo suba y lo eleve hasta lo alto, hasta la esfera iluminada en la cara opuesta de los viejos lamentos equívocos y atrabiliarios, la cara opuesta de los ensañamientos ocultos en denunciadas opciones impresentables (los llamados «bollos de leche»* en los manuales al uso) que tan lontanos se presentan, tan remotos e inalcanzables, tan perentoriamente desconectados de cualquier realidad palpable, comprobable y compartible, tanto que así no hay manera: no es posible obtener en la tabla de resultados ese mínimo de contacto, de capción, como para anclar, sí, para enganchar un ancla de cualquier barco desarbolado a la esquina diminuta de una orilla cualesquiera aproximable.
Habrá un día en que brillará la luz hasta que el sol se ponga rojo en el horizonte, un día de estampidos azules en el agua, de saltos inesperados de alegría, voces que dicen su pasión, que cantan siempre.
El día estrenará su abrigo de oro mientras el aire dulce se ilumina de inusitado gozo, de un frescor de dicha inaugurada que baña el rostro de vivacidades cuando la nueva vida nos inunda la mirada, nos bebe y arrebata en un deseo único de multiplicada gana de más vida.
Cuesta tanto acercarse, tanto llegar a rozarlos cuando surgen, intempestivos, cuando aparecen sin hacerse notar, desde algún fondo, en la distancia, y los ves llegar y no los distingues (nadie los distinguiría). Cuesta esfuerzo aprender a notarlos, llegar casi antes de que aparezcan, en ese momento en que algo los anuncia: esa vaga aprensión, cierta incomodidad casi física porque ya estarían a punto de aparecer; y entonces te dices: «Ya están aquí», y te dispones a contemplarlos porque sólo entonces puedes verlos y dejar que ellos noten que los esperas, que ya sabes que se están acercando, hasta que los tienes delante, y es en ese momento cuando no aciertas (no es posible) a tomar la postura adecuada, una decidida, como la del que se dispone a dominar en su terreno, allí donde puede actuar libre en el ejercicio de su posesión, de la autonomía suficiente de quien está seguro de que manda en lo suyo. No. Aquí, delante de ellos, nadie es lo bastante frío como para sentirse seguro y aguantar esa inesperada presencia y adelantarse a esa amenaza latente hacia quienquiera que se les enfrentase. Entran, siempre entran como dueños del campo, dueños de todo cuanto tengan delante y dominantes se apoderan de lo presente, sea lo que sea, y lo hacen suyo. Su sentido de la dominación es uno de sus rasgos más característicos. Nadie ha sido capaz de aguantar la imposición de seguridad con que se presentan. Nadie los supera en ese campo. Es el suyo. Buscan la preponderancia como la facultad que les hace ser lo que son. Aquello que les permite lograr lo que buscan sin necesidad ninguna de ejercer la prepotencia como una máscara de sí mismos, como su imagen. Pero nadie podría distinguirlos sin que la ejercieran con todos cuantos, sin pretenderlo, les estamos esperando siempre. Esperamos su ronda como una maldición, el anatema que nos cae encima y sin que podamos dejar de sentirlo como algo inevitable. Distinguimos desde lejos su figura borrosa, pero imponente a la vez. La aparición de una cohorte de estantiguas, de fatuos prebostes venidos de algún remoto lugar o tiempo o evo inalcanzable, tanto que nadie podría fijarlo con mínima certeza. Hay testigos involuntarios que se sorprenden, entre las risas contenidas y el pasmo, entre la incredulidad y cierto temor vago. Mientras, ellos salen vacilantes de la bruma, que (sin que el ambiente indique la menor niebla) los envuelve siempre. Desde que en el pueblo tenemos comprobada su existencia, su presencia periódica en lo más alto de la loma en cuanto les llega la hora de presentarse. Porque parece que lo único que hacen o son capaces de hacer sea eso: presentarse, aparecer en esos momentos en que nadie los espere. Y ya entonces hay alguien que empieza a barruntar que están ahí, dispuestos a dejarse ver en lo alto de la loma y empezar a bajar lentos y torpes por el camino que desde allí arriba se acerca y alcanza el pueblo.
Desde tan lejos, desde la altura, allí donde el monte se arroja al llano en tromba, despeñándose y pisa el valle y se alza en el río que había alimentado, desde los surcos, hilos deshaciéndose, hasta que la corriente se atempera y las gotas saltando entre las peñas alcanzan su cimiento en el caudal de otras aguas tranquilas que se esconden en marasmo de juncos, piedras sueltas (o amarradas con cables a la orilla, las ocultan debajo con sus peces) aguas negras, de barbos y de truchas, de tan hondas oscuras y calladas, de culebras seguros habitáculos (culebras de agua, digo, las natrices) que todavía enseñan sus cabezas silentes por el agua desfilando presencias del reguero pontificio, confirmación bastante de lo sacro del lugar y sus aguas bautismales: encuentro de un infante con sus bichos (negritud de los peces del abismo: la culebra que suave se desliza, los barbos que sugieren en lo oscuro –«negrises» les decían los indígenas–) suficiente prueba del carisma recibido en el acto de la peña de piedras amarradas a unos cables, consagración en agua originaria, negra, con bichos ancestrales en su seno, que llegan desde lejos, que bajan de la altura, que llevan en las gotas del agua del barranco, del agua de las piedras, del agua de los montes hasta el labio de sed, hasta la boca que desea, la fuerza de lo oscuro.
Cuando duele, cuando los recuerdos se acumulan y duelen los brillos nocturnos de la calle mojada de lluvia reciente y escampada. Duelen las decoraciones de la Pérgola y las columnatas de sus tránsitos. La mugre de la ría que baja acompañada por los tubos de neón, las botellas de cerveza y los grandes botellones de vino en medio de un reguero de desperdicios que hacían el papel de dianas para nuestros tiragomas de madera de reciente fabricación y distribución desde aquella tiendita del barrio de Espartero. Duelen esas imágenes dispuestas en serie como una colección de cromos, colección de estampas votivas de la Virgen de Begoña, allá arriba y después de subir las escalinatas interminables (años más tarde las volvería a subir alguna vez si me fallaba el nuevo ascensor y me tomaría un bocadillo de chorizo en el bar de enfrente, según sales). Cuando duele lo de entonces, las raspaduras de las calles ennegrecidas por algún humo ciudadano e industrial, los roces con las tiendas de bombillas (tan ordenaditas en el escaparate) y los bares tan nutritivos en sus barras de pinchos y caracolillos y rabas recientes de los domingos después de misa, con la familia al completo y los amigos que se incorporaban a la expedición y el sol que brillaba en ocasiones tales esplendoroso. Es cuando duele y cuando los recuerdos se agolpan en la garganta, cuando entonces pensamos que todo aquello no pudo ser, que eran imposibles tales cosas como sucedidas en algún tiempo verosímil. Pensamos entonces en los sueños, las pesadillas de pasillos interminables, de grandes serones de sábanas húmedas, de sótanos y sus galerías de laberinto, de ascensores amenazantes y musicales, de alguna invasión de procesionarias en nidos blancos amontonados esperando. Cuando duele pensamos siempre en la lluvia, en la gotas salpicando, en las oleadas de lluvia sobre la calle y al paso de automóviles apresurados, en el agua que mojaba el asfalto de la calle y quedaba reluciente a la luz amarilla de los semáforos.
A estas altura de la noche todo lo visible se ennegrece y varían los tonos entre un gris oscuro y el negro mate y empastado. Hay que entrar en la masa de la oscuridad y horadar un poco la tela de negrura para que o por efecto de ¿qué? ¿de la agitación y el movimiento? algo como que se ilumine (¿será por la fricción de las moléculas componentes?) No sé. Quizá algo haya que al entrar deja que distingamos objetos, masas, componentes. Algo nos abre senda por la que ir tirando y viendo o casi viendo o imaginando que vemos y, gracias al tanteo consiguiente, vemos, vamos distinguiendo, considerando como existentes las cosas que ha puesto por delante de nosotros. En fila. Los montes de la lejanía tienen un perfil nítido y recién estrenado. Contrastan vivamente con la luz del fondo. Esa luz no la hemos considerado al principio. Sólo nos sirve de contraste. No está dentro del paisaje. Así que no hay luz. Se puede decir que está fuera. Es una luz inexistente, a efectos prácticos, que tan sólo sirve para comprobar que no hay luz en los bloques de negrura que integran el paisaje. Al ennegrecerse las masas de negrura van marcando sus diferencias y unas líneas de contornos gris oscuro definen los límites, las cimas de las colinas, de las sierras, de los picos sobresalientes. Así se suceden las capas visibles en forma de oleadas de negros terrenos colocados unos sobre otros como costras de un milhojas tostado en exceso al horno.
No hagas más y sólo mira. Mira desde ese fondo de tierras suaves hundidas allí en niebla leve incapaz de borrarlas. Mira los espinos y los árboles enanos que se dejan ver en la vaguada. No hagas más que mirar. Mira para que las cosas (la hierba, los retoños del cantueso y la mejorana) se vean amparadas por tu mirada, consideradas con la debida deferencia.
Ahí cerca del árbol que te acoge en su sombra, con la luz dorada de la tarde, con el aire que se quiebra en la niebla del fondo y desciende como manto. Niebla y verdes tierras cercanas, oscuras y casi grises, entreazules, más allá, en ese horizonte brumoso que está incensando la tierra.
Entrar en el ámbito de la luz —aguas temblorosas en vaivén líquido— buscando algún fragmento oscuro desvanecido entre restos de piedra y de sombra. Llamas atravesadas de fugaces colores imantan los hálitos del fondo y las piedras levantan el vuelo entre relámpagos y la sombra alza preguntas a sus tornasoles.
Huellas, sangre hirsuta en un rastro desvanecido por las piedras dominantes y derramadas que transforman las señales en contradictorias indicaciones de poder, de altura, de un aliento inmiscuido entre rápidas evoluciones, entre cambios de forma y transmutaciones del relámpago que surca las ondas y ampara la rauda corriente.
Transitorio paisaje de aguas tranquilas, avances de luz que atraviesan la plata escondida, el aliento que impregna la piedra; ascenso del negro, encuentro de blancos, piedras escondidas entre lamas y líquenes: todos los movimientos se unen y conforman un bólido uniforme entre las serpientes iluminadas.
Agua tranquila que pesa por la luz que la oprime, indicaciones sesgadas de vaivenes lábiles, momentáneos. Arte del instante recién aparecido.
Estelares figuraciones que irrumpen en los oscuro: llamaradas. Caen de lo alto de otro confín los pesos que deambulaban en el éter sanguíneo: Circulación de piedras escondidas. Llamas en el firmamento.
Tantas las vueltas por los mismos lugares de la memoria, los viejos lugares del tiempo abandonados desde hace tanto. Tantas las veces que algo nos llama desde allí vanamente. Sabemos bien que la dirección es otra, que lo que se mueve lo hace de frente, como el tiempo, que no regresa hasta el lugar donde empezaba su hilo, la raíces de su tallo. Pero volvemos una y otra vez porque algo ha quedado tan clavado, tan inserto entre la piel y la capa de los dedos, en la uña dolorosa. Desde el dolor de lo que nos llama sin saberlo queremos subir por el sonido o por la luz que se refleja en el agua móvil de la charca donde alguna perca discurría. Fronteras, límites, conveniencia de atender a lo útil, y, sin embargo, lo que llama lo hace desde unos tiempos inaccesibles, desde músicas inaudibles. Insistimos con la conciencia de lo que no se encamina a parte alguna. Nos dejamos llevar por la mano que se pega a la manga de un traje de domingo. Quizá esperemos ver repetida la función de día de fiesta. Tantas veces la misma llamada y el ojo que se vuelve y no quiere abandonar el rincón sombrío, esa pura llama evanescente de la luz de una tarde que declina. La negación. La inutilidad absoluta de unos gestos. Inexcusable la inoperancia de tales solicitudes inhabituales. Fuera de lugar. Fuera de razón y contexto. Fuera de plazo y de ocasión. Canceladas. Desajuste doctrinal. Inoperancia. Vamos fuera de carril. Postura indefendible. Fuera de la norma. En lo errado. En la errancia de los pasos, las miradas torcidas. No nos explicamos el porqué de esta insistencia. Corriente de luz en los plomos fundidos. Aguas puras, quietas de una laguna artificial. El descaminado.
Un punto lejano en el horizonte que la vista no distingue. Lo vemos como conjetura verosímil desde alguna lontananza imaginaria. Allí estuvimos. Hace de eso tantos kilómetros… ¿O eran años? Tal da. La distancia aumenta, todo se aleja y nos vuelve minúsculos. Los segundos son pasos que no dimos por aquel corredor interminable. Eran los pasos necesarios. Los pasos adecuados, los debidos. La deuda del deber. La lejanía, lo acercado y lo lejano. Éramos los que no sabían bien qué era lo apropiado para el caso, lo educado. Desde aquí hasta semejante distancia inapelable. No conocíamos las costumbres, los trucos del oficio. Desde entonces seguimos consumiendo dosis de paciencia. Angustiosa la paciencia cuando se derrama sobre la ropa. Descuidos. Despistes. Habíamos supuesto que todo fuera fácilmente transitable. Haber salido antes de casa. Tardanzas. Puntualidad escasa en los nacionales. Haber salido antes. Adelanto de hora. Ya era tarde para echarse atrás, para volver a rehacer el camino mal orientado. Malencarado. Cariacontecido. El mono coatá que aparecía en las ilustraciones del libro francés de antropología. Otros hablaban por las esquinas de Malinowsky. Era la moda de aquel entonces. Ya era tarde para volver a transitar la misma senda. Para retomar los buenos caminos: «tomar senda por carrera como hace el andaluz» fue nuestro sino. «Contigo y con tu castigo» decía aquel otro en sus cantigas semirrezando. Acuclillado. Era tarde bajo todo punto de vista, desde cualquier ángulo que se desee contemplar: suceso lamentable. Considerable el peso de un responsorio tan obligado. Ya habían desmontado casi todas las colgaduras. Las que demoraban la fiesta de aquellas fechas. La conmemoración festiva para el cambio de estación. Una marca en el calendario. Ya era tarde, y además llovía. Habíamos dejado en casa los impermeables y nos estábamos mojando. Al menos la temperatura media no dejaba de notarse agradable. Desde semejante lejanía se podía observar el paisaje en toda su extensión. Los pinos allí seguían, testimoniales. El bosque, salpicado ahora de miríadas de construcciones de alquiler para turistas y realquilados, todavía era discernible. Los caminos embarrados recordaban a los de otros años. Otros seres imaginarios.
Búscame entre las piedras del río, hundido en la sombra del agua, mirando hacia lo alto, al sol, a la nube que pasa desflecada, rota por la tarde amarilla. Búscame por la senda imposible de arenas turbias, y el camino inventado de los espinos y los árboles arañados. Estoy esperando tu llegada como el aviso de las aves que saltan en vuelo con mensajes escondidos bajo el ala, en la figura de su mismo vuelo en bandada. Soy todo indicios de que no pertenezco a esta casa desencuadernada de almas en pena, de olvidados encuentros postergados con los antiguos habitantes de las viejas orillas del río. Búscame entre las piedras del borde del agua, las piedras secas que se quedan solitarias cuando el agua las abandona y el río se agosta y sólo queda un pedregal carcomido por ese sol que recae de plano en la orilla. Te espero delante de los chopos, junto a los juncos, allí donde algo mío quedó abandonado y sigue y sigue esperando. Y la voz que me llega tan tarde, que me arranca de esa espera tardía y postergada. Allí desde entonces quedó el alma olvidada entre los juncos y el barro, entre musgos y líquenes y allí sigue esperando, allí bajo el limo del fondo del agua verdinosa, bajo la cohorte de los sapos y de las ranas y los zapateros que saltan sobre el agua tensa. Búscame allí en esa espera postergada, en la misma orilla soleada del río entre los juncos y la chopera junto al agua. Allí las piedras desparramadas cerca de la corriente, allí también donde se comprime el malecón de cables que retienen las piedras del suelo ribereño, bajo ellas los peces que pescábamos, bajo ellas las aguas vivas que escondían vidas animales que esperaban nuestra llegada, que las lleváramos en los recipientes de cristal y de agua sucia cuando la tarde se agotaba desde el río.
[Hallo ese artículo por algún azar y leo la incluida recreación lírica del personaje oteriano de La Monse en Ancia].
Por consiguiente olvida cuanto sabes (Luis Rosales)
Lírica de alguna realidad, lírica de las circunstancias o de ninguna realidad y entonces inventada y, si hay alguna realidad posible detrás, ¿qué es lo que hacemos con ella? Podemos maldecirla y decirnos que no la hubo, que se «inventó», que alguna voluntad malhadada se hizo con una realidad a su imagen, a su modo y su moneda. (¡Qué aviesos fueron los tales malfetreros de circunstancias!). No. La verdad como alguna esencia que subyace, que está debajo ordenando y disponiendo. Bien.
¿Qué hacemos entonces con esa chica de servicio en bilbaína casa de secretario judicial y su esposa palentina, (sí, también venía de allí y por eso la señora la habría contratado: porque eran de la misma tierra).
Y el mozo poeta que frecuentaba las tertulias literarias de aquel grupo de amigos del hijo en la tal casa bilbaína y que pudo sentirse atraído por la servicial mozuela y… ennoviose en algún momento del relato.
De ahí las visitas palentinas y las citas en esquinas frecuentadas y también bilbaínas (aunque dicen que a veces se olvidaba, por eso de los otros y los muchos compromisos, y que horas después volvía a pasar por allí, por el mismo lugar de la cita… y allí que le seguía esperando paciente la mozuela, ay); sí, ella tan encandilada por el «señorito Blas» que yo no sé si tendrá intenciones conmigo, buenas, serias, porque el «señorito» está tan ocupado en sus cosas…
Qué compromiso aquel para los señores y más para la señora que era de Palencia también, de familia notoria en su pueblo de Palencia, y como la señora, claro, se preocupaba y me preguntaba y que yo no sé cuáles serían las intenciones del señorito que viene a visitar a su hijo y sus amigos, qué pensará de mí y para qué me quiere…
¡Y qué conflicto aquel para la señora (que también era de Palencia)!
Pero esto no es realidad, tiene que ser invención o algún deslavazado y tramposo retazo de recuerdos malversados y trampantojos para invidentes. No, la realidad ha de ser otra cosa, lo más, lo mucho más o, al menos, algo más, algo de esa esencia elevada y libre, la pura y comprometida esencia de las cosas del mundo.
Desde allí, contra los tablones del entarimado («para reparo de la humedad»), por entre los recovecos de aquella casa semiabandonada, se habían ido depositando las sillas antiguas de una colección en trance de desalojo. Desde allí se las fue trasladando a un almacén donde acabaron amontonadas junto con algunos otros trebejos similares, los muebles desvencijados de un ajuar arcaico, sinfonieres de un viejo piso desplazados con motivo de las «cosas de la vida» y que ahora eran movilizados de nuevo hacia muy distinto mundo ulterior, o quizá último tránsito.
Todo aquello se deshacía a pedazos según lo iban bajando despacio por las escaleras unos operarios de agencia de transportes que, desganados por lo incómodo de la faena y a semejantes horas de la mañana, dejaban caer, al compás del cabeceo de los muebles contra las paredes, alguna que otra astilla sobre los peldaños.
Aquel pobre sinfonier (o chiffonier, creo que se dice mejor) con su escritorio abatible y la fila de cajones y cajoncillos de secretos y tarjetas, con aquella pistola del abuelo –cargada y todo– y que pudo liquidarnos tempranamente al menor descuido. Gracias a una buena provisión de garfios y garabatos propios del oficio, atemperados en la ocasión por unos cuantos trapajos y mantas amarillentas por el uso continuado, iban descendiendo los muebles como animales capturados por sorpresa y, bamboleando, se dejaban arrastrar de aquella desconsiderada manera.
Así iban bajando también las sillas morunas y las cómodas aparatosas del comedor (¡qué abundancia de curvas inútiles desplegaban en la maniobra!), las vitrinas rinconeras de la salita de la entrada y sus variopintos fililíes en figuración eglógica.
Todas aquellas criaturas de otra edad se dejaban conducir sin remedio hacia su destino –escaleras abajo– ante un vencindario que salía a contemplar el espectáculo, sorprendidos por la existencia de monstruos semejantes que, envueltos en telas y mantas de variado pergeño, sorteaban con dificulad los ángulos y las estrecheces de la escalera comunal.
¡Qué modo de sufrir el de aquellos cuerpos mal adaptados al movimiento convulso de los transportistas, qué desgraciadas sus contorsiones…!
Aquí estamos: tanto tiempo desde aquel entonces: con lo de ahora, con las rascaduras en el lienzo que el tiempo proporciona y algún tema que otro para alimentar la sensación de actualidad. Lo de entonces tuvo la ventaja de una primera vez; el apresto que no se olvida fácil.
Vinieron después confirmaciones tardías de lo que considerábamos tan sólo tonto por necesidad o por costumbre, o —como le dicen ahora— «lúdico». Que aquello iba en serio lo supimos algo más tarde y el pasmo nos «enganchó» en demasía.
No habíamos sido tan «listos» como susurraba el temblor originario, pero al menos comprobamos lo que el arcaico entonces tuviera de día primero, allegro tremante, nacimiento.
Sobrevolando las viejas tierras, los terrones de los tesos, de los cerros amarillentos, los pardos y los rojizos y los pardorrojizos y los cárdenos, deslizándose sobre ese mismo aire que roza las crestas de los montecillos, sus oquedades grises, negruzcas y grisáceas; contemplándolos desde una altura, desde alguna distancia, esas formaciones pétreas de oscura materia silicácea, de la del granito o las areniscas desgastadas, cabezos de rocas antiguas, de formaciones arcaicas desgarradas de cualquier identidad reconocible. Altos de un castillo desvencijado, arrancado piedra a piedra por el tiempo, los lugareños o su parentela, o por la intemperie abrasiva del lugar. Desmontes, descoyuntadas laderas que hacen su caminito hasta alcanzar alguna altura, algún fortín protector de las propiedades y de sus naturales, los hijos de la tierra. Arriba y arriba y abajo caminando por entre las callejas del poblado hasta llegar a la cima y reconocer esas piedras y las elevadas torres del cercado de muralla y mampostería, todo ya bien derribado, derruido, descuartizado por las negatividades del tiempo y los vericuetos históricos consiguientes, la mala tierra, los encenagados pasos del odio ancestral. Estábamos arriba y veíamos desde allí el valle bien abastado de verdura y frutales, repartición de vituallas y mercaderías para días feriados y los mercados de la capital.
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Viejas tierras de Castilla contempladas como el instante de fuego del sol vivo en la existencia. El momento en que el verano se encendía en una celebración de luz y vida. Era el estallido del amarillo de los trigos en el campo de tierras ocres. Tierras pardas. Imprecación por la alegría de las llanadas trigueñas (o de otros cereales, de centeno, etc.), de su estallido de luz cuando el campo se vivía por vez primera. Atraía aquel campo mucho más que los verdes oscuros de los pinos del norte, los pinos de los montes en la tierra húmeda y oscura. Otras tierras eran las de los árboles dispersos, los campillos desperdigados de árboles en una llanura tostada de malezas, de pedregales y casuchas abandonadas. Cerros y colinas sueltas por allí con algún arbolado solitario y un río que atravesaba el llano. A veces el agua de los ríos, de pequeñas lagunas, extendía un territorio de ilusión, de insectos y pájaros de orilla.
Parece que van cambiando los hábitos publicitarios en la decoración y el diseño de los nuevos comercios de nuestra ciudad o al menos así se comprueba en algunos recientes. El cierre de antiguos establecimientos, la apertura de otros nuevos ha sido fenómeno notorio para el viandante de nuestra calles en estos últimos tiempos de crisis y cambios. A la vuelta de casa, en la esquina de las calles Padre Claret con Avenida de la Paz había una papelería que hace poco cerró; en su lugar ha surgido inopinada una charcutería reluciente, con jamones como menhires de imitación plantados en la acera y un estilo decorativo y letrerista francamente chocante. Es una charcutería negra; no negra por algún detalle o ribete negro que destaque, no: toda ella es negra sin que se deje el mínimo resquicio a otro color que no sea el negro, excepto un fondo de purpurina plateada que acoge y promociona el rótulo del comercio, que también va en negro. Lo negro es serio, lo negro es científico, lo negro sabe. Conocimiento, ciencia sagrada, cultura. Esas connotaciones le sientan como un guante a los salchichones y los chorizos porque contagian de una seriedad nativa, lo que implica a tales ojos calidad. Antes las cosas eran más sencillas. El viejo rótulo o letrero anunciador hablaba del nombre del comercio y a lo más añadía en tamaño menor la materia de trato y ocupación. Eran sencillos, sin eso del marketing y la promoción. Echo de menos la vieja cartelería tradicional.
De un letrero a otro (Hermanos Moroy-Marqués de Vallejo, entre 1962 y 1990) Si bajabas los domingos con tus padres del Espolón después de hacer que te compraran el ABC porque te entusiasmaba su tipografía y el tacto de sus páginas, la primera visita obligada era al bar «Pachuca» (desaparecido, pero del que se conserva foto de unos restos de su rótulo)
Bar Pachuca
Un bar pequeño y estrecho en el que no cabía mucho más que la barra tirada hasta el fondo y enfrente los clientes, pero de uno en uno y en fila, pues dos juntos por muy delgados que se pretendieran ya no cabían. En el mostrador se exponían en grandes cantidades los magníficos pinchos de merluza que eran el principal objeto de interés de los visitantes. Hacia 1962 el interés dominical del viandante se trasladaba con mayor pasión al establecimiento de enfrente: la heladería «La Veneciana» del que queda alguna fotografía antigua pot ahí
Heladería La Veneneciana hacia los 40-50
Años después el mismo viandante, pero algo más talludo, ha circulado por esas calles y por esa como plaza que constituyen las dos arterias ciudadanas al fundirse a la altura del viejo establecimiento de papelería «Jalón Mendiri» o la juguetería «Gonlez»
Restos del rótulo de la juguetería Gonlez
(también desaparecidos). Casi siempre por necesidades prosaicas vinculadas a su oficio de funcionario ha debido visitar las oficinas de Muface en el pasaje que une Hermanos Moroy con Portales (o «Pasaje de los leones», por las dos figuras que jalonan su salida) y casi siempre ha seguido un recorrido similar: el de entrar por donde entraba aquellos domingos de placer de 1962 (olvidado ahora del «Pachuca» y los helados de «La Veneciana») para acercarse a la Mutualidad funcionarial y sus atentos valedores. Al bajar la calle y doblar la primera esquina le salía siempre al encuentro el rótulo de la joyería «Domenech», que, como se verá en la fotografía
representa el nombre de establecimiento con mayúsculas en torsión y que podrían leerse como queriendo saltar en alguna competición natatoria, pero que el viandante funcionario leía más bien como una flecha indicadora de que hacia allí, hacia el Pasaje pretendido precisamente había que ir si se quería ir bien. La juguetería «Gonlez» quedaba a un lado y, en este tipo de viajes, no era objeto de visita ni atención; se dejaba más bien para cuando en navidades había que atender querencias de sus hijos en relación con los muñecos y juegos de miniaturas llamados «Warhammer» y otros parecidos.
En dirección al Pasaje dejaba a un lado el portal del nº 1 de la calle Hermanos Moroy, que siempre le había llamado la atención por las banderas que coronan su tejadillo y cierto aire importante o pretencioso, pero, más aún, por el comercio de mercería que jalona sus laterales como si los decorara aprovechando la ocasión para vender braguitas. El rótulo (dudamos entre un general o una expresión coloquial gustosa) aparece en una esquina en bellas letras mayúsculas ribeteadas de verde, unas mayúsculas distendidas que compensan con la indicación ostentosa lo exiguo del comercio, repartidos sus escaparates a los lados de la puerta y añadido a la derecha un minúsculo cubículo que aloja vendedoras y almacén.
Mercería Mola
El viandante, que por un momento ha olvidado sus gestiones, logra caer en la cuenta de dónde está y qué debe hacer gracias al aviso romano de los grandes ojos del «Centro Óptico» de enfrente que redundantemente le dicen eso, «Ojo», que vas mal, y debes subir estas escaleras sin tropezar (lo hace a menudo) y seguir por el Pasaje hasta dar con el portal de Muface. Lo hace así y gestiona y sale otra vez.
A veces, cuando no tiene prisa y las gestiones han resultado provechosas, y hace calor, se acerca a la cervecería «Gambrinus» como final de jornada antes de regresar a su domicilio, y se toma una cerveza y admira una vez más ese local sencillo y acogedor como lo son las letras de su letrero: y ya sé que es una cadena de cervecerías que, desde hace tiempo se ha extendido por ahí, pero, a pesar de todo, siente como especialmente acogedor ese local, le parece cariñoso y recogido, amable. Una buena manera de concluir el recorrido por algunas calles (y una pequeña plaza) de Logroño.
A ti, que en la inanidad pavimentada del Parque entre rosales parecías la móvil incisión que una mano hace con el cuchillo apache sobre el suelo, te di el acogimiento de la caja de cerillas vacía —casualmente en mi bolsillo por aquel entonces—, como la tierna presencia de un dios en figurita de indiana pluma andante; a ti, que en la soledad de la tarde te mostrabas con esa tu discreción de insecto distraído y mensajero sin carta que llevar al destinatario de las cartas que se arrojan a la atmósfera porque la tarde es gris y pide ese trato.
Cercano en el buscar pero eternamente alejado… La fuerza del origen hace señas con manos suaves.
[1915]
Hermann Broch, “IV. Niveles del éxtasis”, en “Cuatro sonetos sobre el problema metafísico del conocimiento de la realidad”[1915] de En mitad de la vida, pág. 17.
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Buscas el comienzo, lo vuelves a buscar; Tan bello, tan bello era que tú ahora crees Que es el sentido que haces de nuevo reverdecer, Y te resucita trozo a trozo El pasado, la dicha.
[1944]
Hermann Broch, «Lo inencontrable», vv. 1-5, de En mitad de la vida, pág. 68.
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Bosque y árbol y hoja y corteza, Eran parte de nosotros, el arroyo, el estanque, Rico era el mundo, y nosotros tan ricos, Pues todo era lenguaje, era lenguaje para el niño, Tenía color y, no obstante, ¡qué raro!, era pálido, Dolorosamente desconcertante, extrañamente veloz; Concebíamos la riqueza pero sólo como ciegos, Abiertos y a la vez cerrados a la vida.
[1944]
Hermann Broch, «Soneto del envejecer», de En mitad de la vida, pág. 70.
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Ya que volvemos a encontrar el ayer Apenas transformado en el hoy, Nos resulta tan difícil olvidar Lo pasado como pasado.
[alrededor de 1947]
Hermann Broch, «Ya que volvemos a encontrar el ayer…» de En mitad de la vida, pág. 81.
Quieres entrar por algún resquicio en el muro liso de la fortaleza. No hay manera. Pero sigues insistiendo por si alguna de las junturas casi imperceptibles que distinguen los bloques de acero liso de que está hecha la pared implacable fuera dintel o jamba de alguna entrada oculta. Pasas la mano suavemente por la superficie para notar las posibles junturas, pero no. Seguro que si hubiera puerta ni tan siquiera la notarías. Haría falta contraseña, palabras, clave secreta, que, pronunciada, diera acceso a lo prohibido: sabes de sobra que el interior de la construcción está vedado a los «ajenos a la obra». Es decir, a todos.
No se crea que lo que yo he querido decir ha sido «que España es rica en realidad», o sea que he recalcado de ese modo la evidencia de su riqueza, ¡no! España en realidad es pobre, y, sin embargo, rica de realidad. El que sea rica de realidad España no quiere decir que tenga mas territorio que ningún sitio ni muchas mas piedras que otras naciones. Tampoco. […] Esta riqueza de realidad en que es abundosa España significa una mayor intensidad de las cosas; quizás eso es por lo que es tan categórica nuestra lengua y todo lo señala sin suavidad, con entereza, con exceso. Quizás el desistimiento que hay en el español es porque se ha contentado con su realidad, con su ver y mirar las cosas, con lo que hay de espontáneo y radioactivo en el lanzar miradas y recibirlas llenas de vida y de hallazgos. Esta cachazuda y sobria ambición del español procede de ese gran amor a la realidad, de este no aburrirse con ella, de esta idea tan contenta con ella. […] Parecen a veces exhaustos, en la mayor penuria; pero la realidad, a cuya mayor cuantía colaboran las penas, las miserias, los hondos sinsabores, les compensa y no entrarán en ese albur de vida o muerte que hace correr la rebeldía. Esta riqueza de realidad del pueblo español no es alegría engañosa y aturdidora, no son amores y jaleos de patria chica, no es asumir la pintoresca fama que pueda tener el pueblo español; es conformidad con su realidad verdadera, efusión por la tierra y el horizonte que se encrespan en lenguaje, en verbo de realidad. Tiene una gran afición a la realidad este pueblo y no a la realidad monumentalizada, sino a la realidad que apenas tiene corcovas y ligeros collados y leves mesetas, a la realidad elemental. […] La visión de la realidad, esta expropiación intensiva de la realidad parece asequible a todo el mundo, y, sin embargo, no lo es. Se necesita para obtenerla haber renunciado por apatía de gran escéptico o por grandeza de animo y desdén a todas las cosas, haber mostrado en los días de los grandes sucesos, como en los siguientes, igual despego.»
Ramón Gómez de la Serna, Obras completas, V, Ramonismo III (1920-1923), Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999, págs. 843-844.
Resistirse a la facilidad y a ese exabrupto que sale solo. Explorar el fondo, en los veneros, los recovecos de las cosas. Es difícil distinguir entre las dos posiciones y hace falta afinar mucho para entrar en la una y no dar en la otra. Al buscar pretendemos lo no sabido, el límite, lo desconocido y lo censurado. No hay tal límite. Lo que hay son formas de lo sabido no tan sabidas, extremos olvidados: por ahí deberíamos navegar. La medida de teatro, el margen de autespejo, de «miramiento» en lo representado, en la proyección que hacemos. Hace falta distinguir lo que pesa demasiado, lo que usamos como forma capciosa de expresión de lo que tiene que ver con nuestra última realidad. Seamos el que sigue caminando por entre los juncos, por la orilla, cerca de los animales que le dan bienvenidas. El que mete la mano en el barrillo oscuro del fondo.
Qué más da que exista lo que existe. Sus posibilidades cambiantes siempre podrían haber sido otras. El golpe de dados que nunca abolirá el azar. Lo que es y su contingencia de poder haber sido diverso o de no haber sido jamás. La repetición de los actos no les priva de ser realmente tan únicos como la cosa única sólo producida una vez. Todo en realidad es único y todo, el todo que se está reiterando perpetuamente. Nacer y morir en el mismo instante. En un segundo alejadísimo que se podría pensar como instantáneo. La jugada, el hecho, los dados sobre el tapete marcando su cifra. La destrucción de lo existente como no repetible. Sin embargo, lo reiterado y lo único tienen ese compás de doble cara. Mismo y diverso. Interpretamos señales como si nos hablaran desde otros mundos. De un modo paralelo al que seguramente, por su parte, habla en otro mundo desde otra parte otra señal. De otros signos que signifiquen lo que parecen querer decirnos vagamente pero dicen sólo lo que dicen.
Lo que ha sido y por qué tiene que ser siempre lo consabido, las cosas que ya habíamos previsto que iban a ser como nos imaginábamos, como alguno había imaginado con mucha antelación que fueran a ser. Esa sensación de reiteraciones, de lo mismo de siempre, de la prevista continuidad de lo sabido. Hay una obstinación realista en lo reiterativo, en la perversión de lo repetido.
¿Cómo huir de los dogmas, de las fórmulas, de las grandes verdades que llevan las pancartas por las calles, los enormes carteles que llaman a la verdadera conciencia, al nuevo evangelio frente a las amenazas contra el mundo que se derrumba? Ese ruido permanente. ¿Cómo librarse del ensordecimiento, el sonajero que resuena insistente, constante, que aturde, cómo entrar en lo que importa, lo que nos importa en medio de esta balumba embrutecedora? No queremos ni nuevos ni viejos evangelios. No queremos nada. Hemos decidido prescindir de verdades y evangelismos, de cualquier clase que fuera. Llamemos a la vieja ignorancia idiota en nuestra ayuda (ya no sé si se trata de la «docta ignorancia», de la insipiente acritud o de la molicie pazguata o cualquier fórmula similar). Pero no deseamos participar de los singultos del público de los vocalistas de género, de sus coreutas gargarizantes y entusiastas, del catecismo ambiente (ni del de los unos ni del de sus devotos primos contrarios). Si el mundo se derrumbara, si el mundo se derrumba en alguna bella caidita de imperios, si todo esto resultara trucidado en algún «apocalisi» (como se decía mejor entonces barruntando alguna especie de paralís), ah, entonces, con qué alegría lo acompañaríamos en su cataclísmica y graciosa regresión al Tiamat, sólo para verlo, por mor del mero espectáculo… Mientras tanto, lo haremos por cuenta propia, participaremos en esa catástrofe como ajenos a la obra, como partícipes testificales: también a nosotros se nos caerá el techo encima. Aquí no se libra ni el apuntador. Libres de cualquier supuesto previo procuraremos insistir en los viejos modos, maneras y costumbres admiradas, y resistiremos en la práctica, movidos por algún resorte automático. Nos concentraremos en la intriga que despierta el obvio encuentro con las cosas, las que sean, las que tienen o tengan a bien presentarse como invitadas, como inquisidoras o desafiantes intrusas que «molestan», que «irrumpen» sin permiso. Cada encuentro dictará sus leyes, establecerá los principios que rijan su comportamiento. Nada previo, nada preparado ni predispuesto. Tan sólo el conocimiento implícito e inevitable. Cada presencia una lección. Inventar el camino. Hallarlo. Ir levantando el edificio desde los cimientos. Empezar siempre. Cada ladrillo se debe a los anteriores y postula su lugar por natural presencia, sin «echar mano del manual», sin exigir prolongación alguna en otros nuevos, sus descendientes y herederos, sin escuela de comulgantes, cada ladrillo es nuevo porque lo nuevo hace de él también algo nuevo. Llegar hasta donde podamos desde «donde resople». Ante lo que aparece.
Buscamos límites, modos de acceso, confines, atención a lo ilimitado. Buscamos lo inasible. Nos preguntamos por qué. ¿Qué justificación necesitamos? ¿Qué límite? ¿Qué pregunta nos ha quedado por responder? ¿La pretensión de poder acceder a privilegios? ¿Quedar como el inenarrable? ¿Hay en todo esto alguna clase de pretenciosidad?
Siempre he buscado los límites o, mejor, he procurado dar alguna respuesta por escrito a los sucesos mentales o sentimentales que ofrecieran algún motivo para la curiosidad o el cuestionamiento. Por favor, nada de filosofías. Nada de esencialismos ni de ontologías heideggerianas. Tan sólo una forma de imaginación que responda a las cuestiones que se le presentan. Se ofrece en un lenguaje personalizado (y no digo «literario») que dé satisfacción a motivos de ámbito también personal y en alguna posible medida a las mismas tales curiosidades planteadas por uno mismo y en esa misma medida (¿qué medida?) compartibles por otros, por algunos cuantos en hipotéticos casos paralelos, parecidos, etc.
Buscamos alguna frontera. Una posibilidad de encuentro o hallazgo en la que el lenguaje llame a las cosas, esas cosas a otras cosas, a otras palabras que ya serán como cosas, o las cosas como palabras, y que se dé la posibilidad de complicar el juego de las interpretaciones y las combinaciones y las alternancias con algún viaje de exploración a lo desconocido. Entramos en una posibilidad y desaparecen las certezas porque la «realidad» que vivimos ha cambiado en otra parte que nos importa algo más que ésta, aunque también sigamos en ésta por si acaso, por educación y cortesía.
El juego se complica y nos implica: nos entregamos a las formas del laberinto y buscamos la salida.
Buscamos algo más en la imagen. Quizá tenga que ver en todo lo que se refiere a esta sensibilidad imaginista el fondo de erotismo que el contemplador incorpora desde los primeros años de su adolescencia (jesuítica la formación inicial), pues son entonces las imágenes de la pintura y algunas literarias, en su propensión más intensamente descriptiva (delectatio morosa), lo que fascina en sus niveles primarios. La operatividad de la imagen erótica contagia al resto de las maneras de contemplación en la dirección e intensidad de las miradas.
Y, en tales circunstancias, lo que está de más sería el propio contenido erótico o las cualidades particulares (quizá subjetivas) con que se presenten los iconos referidos (la modalidad del «sentir cómo se presente el caso» en su ocasión) y quizá lo que interese más bien sea el efecto modificador de todo esto en los mecanismos de acceso a otras imágenes de género análogo. Cuando es la imagen erótica la que educa a la mirada hacia alguna intensidad es más fácil hallar vibraciones peculiares de lo representado que no se limiten a trasladar el objeto en su situación sino que, además, lo proyecten y potencien gracias a ciertas tensiones incrementadas, o a configuraciones atractivas para con el ojo atento y ya predispuesto, capaces de hacerlo entrar en el ánimo del lector como si de olas visivas en movimientos paralelos y progresivos con el mismo objeto se tratase.
Algo de eso le sucedía al presente lector del pantoum de Charles Baudelaire «Harmonie du Soir» cuando leía o, mejor, veía los versos
Voici venir le temps où vibrant sur sa tige Chaque fleur s’evapore ainsi qu’un encensoir; Les sons et less parfums tournent dans l’air du soir; Valse mélancolique et langoureux vertige!
Porque siempre queremos ver más. Queremos ir más allá de la mirada. Ver detrás, y como si fuera con rayos x penetrar con los ojos en el trasluz de lo imaginado, de los sujetos, de sus carnes transparentes al alma, del espíritu vibrante de tensión en la misma carne, siempre más que ella misma.
«Harmonie du Soir» concentra una imagen compuesta de sugestivos iconos y sonoridades, extremadas hasta la presentación vertiginosa o vorticista de sus componentes, tal como lo que observaba Gómez de la Serna en los dibujos de Bartolozzi al libro Tapices (1913).
Charles Baudelaire, Harmonie du Soir, traducción de Antonio Martínez Sarrión, La Gaya Ciencia, Barcelona, 1977.
Algo falta, sí, algo quedó ausente desde aquel entonces antiguo. Desde un antes de todo casi prehistórico echamos de menos algo, no sabemos qué, algo sin nombre que nos duele en un fondo, y lo llamamos desesperados, le arrojamos nuestro deseo como si fuera el anzuelo de la caña de pescar cuando lo alzamos desde el malecón y ya presentimos al pez temblando en el hilo. Tantas veces nos hemos levantado de la cama instigados por ese ardor de lo que no se nombra. Algo que, pese a esa ignorancia, nos duele sin saberlo, nos inquieta, —decimos para darle algún apelativo o manera de controlarlo. No sabemos qué sea, sólo que duele dentro, se mueve en el interior de la entraña como un gusano entre la mullida tierra húmeda. Como la culebra maldecida en mitad de la carretera, partida por la rueda de algún automóvil indiferente. Por allí nos movemos, nos dejamos llevar por la inquietud extraña que nos arranca del sueño. Nos atrae a una realidad más extraña aún que las ensoñaciones. Deambulamos por los pasillos de este lugar al que todo lo perdido desemboca. Todo eso que anidaba desde antiguo. Las viejas preguntas, las ignorancias, los resquemores, las extrañezas, todo aquello que tan sólo era barrunto y sospecha, ha dado aquí, aquí está ya todo entero, verdadero, empedrado, lítico, cementicio y decorado con los detalles cotidianos que signifiquen su permanencia, su «realidad» efectiva y consecuente, su dinámica de rueda que muele, de muela que tritura alimentos de primera dentición o trigo.
Perdido en el sueño, deambulando por las dudosas callejas de la vieja ciudad —calles aceitosas de lluvia reciente bajo luz de farolas, húmedo el ambiente— miras escaparates entre las sombras inciertas de las luminarias municipales: juguetes para las fiestas y libros de ocasión, ropitas de niño y juegos de luces de fiestas próximas. Perdido en la senda de los pasillos oscuros de la noche, entre cacerolas de coliflor hervida y ropa tendida en el patio mugriento, desconcertado por el papel incógnito que ejerces en el instante mismo en que tanteas paredes astrosas por ese efecto deletéreo de la ruina contumaz. Perdido el norte ya no sabes dónde estás. No hay manera de preguntar porque a estas horas no hay nadie dispuesto a elaborar respuestas prolijas. Sólo manchas. Manchas por el suelo y por las paredes, baldosas que hacen «clon, clon» al pisarlas vacilante. Y no saber dónde estamos ni por qué vericueto vinimos, porque a tales horas la gente ya no está para estos menesteres: nadie da consejos ni ofrece explicaciones. Se ve la luna en la ventana más alejada, una luna aguanosa, desflecada y desfallecida entre sombras incomportables y descolocadas. Las tiendas se dejan ver cuando pasas por su lado y de todo cuanto ofrecen a esta hora deslucida nada tiene el brillo de su calidad presupuesta. Todo ello está fabricado para ocupar un sitio, el hueco sobrante en su mundo, los utillajes de la Realidad para quienes piden seguridades. No sabes adónde vamos: calles desvencijadas, paramentos y cimeras de campamentos de verano y en las maniobras de soldados de reemplazo, cuarteles desaparecidos, calles inclinadas, playas de costas bravías y luces nocturnas desde alguna tienda de campaña, paisajes hipnóticos de madrugada, con la niebla blanquecina y los montes del olvido en su lejanía, tierras frías de montes azulencos de algún invierno. Vas donde te lleva el recuerdo, las ráfagas de arrastre de la infancia, los ríos y los bosques de la media tarde, las apariciones anfibias de la orilla de los juncos y sus charcos marrones y unas paredes húmedas de manchas. Vas buscando algún sitio en que colocarte. Nunca es fácil encontrar el hueco. Vas por los arrabales de alguna vieja ciudad, plazas abandonadas hasta de los viejos tomadores de sol, plazas de locas sentadas en sus bancos, locas desmelenadas. A tales horas no me extraña, a la hora blanca del día que empieza y alborea, que despunta para el ejercicio de las clases trabajadoras, para los que deambulan por bares de obreros en procura de café con churros y chupito de orujo.
Salir al aire pálido de la tarde y encontrarte con los pájaros perdidos en las cunetas, en los desagües de las calles húmedas, salir al viento corrosivo de los días perdidos de un tiempo traspapelado, con luces desvaídas en la calzada y fulgores amarillos de los semáforos que ya no comprobaremos si funcionan o existen. Para recordarnos algún tiempo que hubo. Atravesar las calles inexistentes, supuestas en el mapa, desasidas de cualquier función utilitaria, calles dejadas de la mano, montañosas y quebradas como decorados de películas expresionistas de terror; las calles aquellas, las calles cualesquiera, las calles obtusas pero que siguen estando en algún rincón desahuciado de la memoria. Y encontrarse también por allí algunos pájaros de los ya constatados, distraídos y picoteando. Y buscar entonces algún aire respirable, algún viento entre las sábanas, en medio de los muebles semidesvencijados por desuso, y los armarios con espejo gigantesco y algún otro espejo en la puerta del secreter de los discos antiguos y la cariñosa plancha en buen uso y más jergones y mantelerías en mitad de la calle expuestos allí a la vindicta pública, descaradamente ahí bajo la lluvia de la noche en el salón abandonado con la Historia de España de don Modesto Lafuente y los bibelots de doña Severina, todo tirado y por en medio con las puntas de los pelos hirsutas y descabellados y la polvorienta profusión de recuerdos encendidos como en una exposición o mercadillo de beneficencia de cualquier saloncito parroquial. Ahí estábamos aunque no estuviéramos, aunque no hubiésemos ido (¿y quién te dice que no fuimos?) al lugar de convocatoria, a la hora intempestiva del autobús porque tenías llave y podías aparecer a cualquier hora, cuando nadie me viera, aparecer entre escombros, hecho uno con las sombras, asombrado de las sombras, allí, donde una luz ilumina desde el hueco del ascensor. Allí en la calzada húmeda y brillante y como recién lustrada con luz amarilla de un farol, allí entre los libros desencuadernados y la efigie del niño victorioso que pone el pie sobre la calavera, allí quédate quieto y mira.
La memoria se impone con sus leyes, y una de ellas es la de los recuerdos obsesionantes (insistentes, reiterativos, inexquivables). Podemos recordar movidos por apetencias, asociaciones y otros motivos. Pero a veces el recuerdo se impone tiránicamente como una inevitable prisión dentro de viejas escenas, lugares, personas que una vez y otra quedan convocados a repentinas reuniones impostergables. Hay que ir, hay que estar allí. Con ellos.
Una orilla del río que pasaba por Medina de Pomar, el río Trueba, alguna tarde del verano de 1964, una orilla de junqueras y hierbas semiputrefactas, de verdín y algas de algún barrizal y otros charcos de ribera salpicados de plantas fluviales: nenúfares silvestres o similares y otras formaciones vegetales que servían de morada acogedora para una colección de anfibios e insectos habituales en tal medio. Anfibios como las ranas y los renacuajos (más abundantes estos últimos por entre el barrillo negruzco del fondo de las charcas mencionadas), las salamandras, los tritones, que tan raros eran en darse a conocer por allí en su forma adulta (algunas crías gris-verdosas y diminutas podían insinuarse entre los restantes anfibios del lugar) y los insectos locales más frecuentes como el zapatero saltando ágil sobre el agua y deslizándose sobre las patas gracias a la tensión superficial del líquido y la chinche o escorpión acuático de diversos tamaños y con frecuencia en labores de trepa por el largo tallo o tronco flexible de los más altivos juncos coronados por sus penachos: con aquellos quilíceros no invitaba a táctil acercamiento o examen detenido.
Son momentos que van y vienen, se reconocen, se evaporan…y vuelven otra vez. No nos dejan. No es posible cambiar de tema. Volvemos a la orilla del río una vez y otra, volvemos a bajar por el camino que derivaba de un lateral del puente sobre el río, y de allí a la chopera y al final, junto a una ermita o pequeña iglesia descolocada, allí, junto a la orilla, cerca de un malecón de piedras redondas de ribera apretadas con alambres, se encontraban las charcas, junqueras, depósitos de insectos y anfibios que nos convocaban cada tarde de verano a hora fija. A eso de las 3,30h., nada más comer. ¿Por qué vuelven ahora como una constante del recuerdo? Como una obsesión instalada por defecto e inevitable. ¿Cómo conjurarlos? Se me ocurre que quizá debiera repetir el ceremonial, la operación del rito, como una manera de alejarlo por insistencia y volver a bajar a alguna zona semejante del Ebro y buscar entre las junqueras aquellas que más me recordasen a las del Trueba de aquellos años. Y rebuscar por los aledaños los renacuajos, las ranas, los tritones y salamandras, recordar a los zapateros y a la chinche de agua entre los posibles trepadores por el tronco del junco más grande que encontrase en esta orilla de hoy. Quizá, o, igual mejor, no.
Le daba vueltas al asunto de las imágenes, del instante y la temporalidad del momento. Esa cualidad de lo imaginario vivido (lo reconstruido imaginariamente como lo que se suele llamar momento numinoso) y su capacidad para temporalizarse (imaginativamente también), pues todo, tanto lo vivido como lo reconstruido por la memoria-imaginación son productos idénticamente temporales que, por razones subjetivas, primamos, premiamos con cualidades que los «sacan» del tiempo en cuanto serie de los sucesos. De lo sucedido, de lo que está sucediendo. Nada tiene el privilegio objetivo de retirarse o abstraerse fuera de su decurso. Lo hacemos nosotros. Para la temporalidad todos son sucesos de una serie o instantes que llamamos sucesivos, para entendernos (las presentes sucesiones de difunto del soneto de Quevedo). Siempre me han interesado la maquinaria mental de la imagen, el instante y las formas de momentariedad, de lo detenido en el tiempo. La capacidad de aislamiento de lo momentáneo imaginado o recordado o ambos simultáneos. [Por eso anotaba en Cuaderno Humira1 en págs. 2v y 3r unas variaciones sobre el tema. ¿Copiarlas también?].
Por un lado quieres pensar, por otro explorar tu propio trasfondo psicológico, por otro imaginar, por otro pensar imaginativamente, por otro reflexionar sobre tales exploraciones del trasfondo psicológico, pensándolo y pensar también tu propia imaginación. ¡Pues qué revoltijo! Cualquiera diría que no te decides por ninguno de los campos posibles y que a la vez quisieras estar en todos ellos no estando del todo en ninguno.
En tal situación sería deseable organizar el asunto de modo que fuera posible que las diferentes «maneras de pensar» colaboraran entre sí y el pensar abstracto se viera apoyado sin mezcla por la imaginación o la construcción psicológico-emocional. Coordinación y no mezcolanza. Qué difícil. Porque tiendo a mezclarlas como si sólo fueran una cosa y, al menos, si no más, son tres. En esa página del cuaderno citado trataba de pensar sobre el fenómeno psicológico de la intemporalización, del momento privilegiado (no lo llamemos «numinoso» porque entonces sacamos los pies del tiesto). Quiero expulsar del tema a la fenomenología de la religión pero a la vez pretendo seguir conservando las cualidades peculiares de lo que entiendo por «momento». Es decir, lo que siento como un momento o imagen momentánea: los 3 hallazgos de la Tarde de Paseo en Valladolid presentan esa marca. Son momentos. Ya sé que soy yo el que los transforma en privilegiados. Soy yo el que les concede El Privilegio. Y el que construye una cadena con ellos. ¿Y por qué lo hago? ¿Por arbitrariedad? Pretendo desechar el capricho y la mera subjetividad, la «inventora de embelecos» (Llama la atención el conjeturable carácter de «embeleco» del asunto). Y pretendo también entender. ¿Por qué pretendo entender o entenderme? Para mejor usarme (como todo el mundo). Para afinar el utillaje. Si un modo de acceso al mundo consiste en mi caso en la tendencia personal a percibir lo momentáneo, lo que más me interesará es saber cómo funciona. ¿Cómo y por qué y de qué maneras se configuran los momentos en mi cabeza?
Recuerdo uno de ellos y el poema «Accidente» del libro Tránsitos (1983, p. 29) donde tomaba aquella forma. Algo tan simple como el fenómeno de quemarse un mantel con la ceniza de un cigarrillo o su colilla mal apagada. ¿Fue una simple casualidad que me llamara la atención o qué fue? No estoy seguro. Una casualidad oportuna. ¿Debo pensar aquí simbólicamente o freudianamente? Un materialista hablaría del empeño en apropiarse de un hecho fortuito y de sacarlo de quicio. Hay una presencia del tiempo en ese momento. Vinculo la cuestión de la temporalidad con el motivo y hablo de «segundos» que caen «como cera de las velas». Se hace constancia del tiempo y su identificación con el suceso: el quemarse del mantel es también tiempo quemándose. Tiempo derretido como aquel mantel barato de alguna fibra artificial que chisporroteaba como un incendio en miniatura. Como el arder de algo…, de alguien. Uno mismo quemándose, ardiendo en figura de mantel, consumiéndose. En todos estos casos parece darse una identificación del sujeto con su objeto de referencia o con el suceso. Me «sucedo» y me quemo, de la misma manera que el mantel irrevocablemente arde. Algo similar pasa en otros casos: se proyecta un sentimiento en la imagen de lo sucedido. Vamos ardiendo.
Tu voz, la nota negra y húmeda de lluvias no caídas, de precipitadas nubes en un ocaso.
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diliberar mi pare infra la mente per una cotal via… Guido Guinizelli
«Por muy vasta que sea la oscuridad, debemos proveer nuestra propia luz» Stanley Kubrick, Playboy, 1968
Buscamos algo en alguna sima última de los sentidos (ver más allá de lo visible), lo que nos tiene que estar esperando. Siempre queremos suponer que algo nuestro y extraviado debiera de estar esperando nuestra llegada. Algo faltante que nos fue robado en una fase de la existencia de la que ya hemos perdido toda noción. Nada nos sugiere que la tal carencia se hubiera producido por extracción, succión, asalto, sustracción de datos previos o por algún otro motivo asumible y causado. Nada que justifique semejante cúmulo de suposiciones y, pese a todo, seguimos empeñados en la tal campaña interrogativa y sin fin. Una pesquisa sin garantías.
Podemos viajar por laberintos imposibles (una mirada a las calles de Nueva York, tan sólo a las calles del Bronx, por ejemplo, nos mostraría la prueba laberíntica de existencias posibles y multiplicadas interminablemente según el número mismo de las casitas de madera o ladrillo -menos- que se contienen en esa multitud innumerable de vidas y familias y bicicletas contra la puerta del garaje y wagons) que abarrotan eso que solemos llamar Nueva York o el Bronx Este, el Bronx Sur, etc. En esa multitud de pequeños cubículos donde vidas iguales a la nuestra también se podrían estar preguntando por el supuesto fundamento verdadero de su existencia y de su vida y de la «intelección de lo inteligido» que asímismo constituye su mente. En esa profusión de mentes impensable en cuanto al número y la variedad de sus posibles campos de visión y pensamiento, en todos ellos, también podríamos encontrar, junto a imágenes de baseball y basketball, junto a trebejos de pescar (pescar en el río Passaic, por ejemplo, a su paso por la localidad de Patterson), escoplos y gubias útiles para marquetería y elaboración artesana de muebles western style y que se encuentran en la caja de herramientas del garaje o dispuestos en cuidadosísimas baldas muy bien organizadas por toda la pared del mismo garaje, ahí cerca del jardín, junto a la furgoneta o wagon, pues todo ello también contribuye a la constitución de un mundo posible de visiones y de intelecciones (de esas mismas sobre las que da detalles Aristóteles en su Metafísica como posibles «intelecciones de intelecciones») y también lo hace para Caius Brotherson o Masterson o el son que se desee, pues también él, oh, también él está buscando un poco más allá del bate de baseball y del balón y de las camisetas recién usadas en el partido de basket con sus amigos, los padres de los hijos que van juntos al colegio del barrio, un poco más allá de la atención debida a los deberes de la Oficina de Correos (organización del servicio de entrega de paquetes a su cargo) y la orquestación de una fiesta de cumpleaños para su hija pequeña con los globos y las tartas de rigor y los juegos y la merienda en el jardín con barbacoa el sábado por la tarde-noche. Un poco más allá de todo eso yace en alguna parte un pensamiento en el fondo o en el subterráneo de otros más prácticos y cotidianos (como su afición fotográfica y las salidas de excursión a las campas junto al río Passaic con familia y amigos y los vídeos y las diapositivas que proyectan en el jardín para la animada concurrencia), más allá de todo eso Caius ha persistido en su empeño de buscar quizá desde hace mucho ese algo que le falta, que echa de menos, quizá un algo olvidado desde la infancia o ¿antes?, sumergido en el fondo del lago o la laguna interior y que ya casi no es capaz de escuchar de nuevo, otra vez, una vez más, eso que le habla confusamente, que suena muy lejos y desde abajo, desde alguna profundidad de muchos metros en el lago o en el río, desde algún pozo sin límite, tanto, y tan remoto en su antro que ya no se oye, sólo se barrunta una música lenta y grave, el sonido de un oboe que sólo para él toca, para recordarle que allí, a lo lejos brilla esa luz que sabe que también a él le pertenece.
Aquí te contemplo con tus estrellitas japonesas tremolando al viento como alemanas banderas chasqueantes; «al aire de tu vuelo» te desplazas por mares tropicales y turísticos como atracción especial, condescendiente y acrobática, y haces tu número ante cualquier clase de «buzos recreativos» sin atender a que se trate de personas de calidad o simples imitadores fortuitos. Tú sí que eres una profesional del arte del cambalache, del lollipop, de la pamema estética, tú sí que eres bonita de veras, Gran Babosa Marítima de las Costas Aledañas al Japón o del Japón mismamente, genuina artista, fantasmática.
Mañanas rojas en la terraza se deslizan suaves entre el tráfico y ponen la cara amable de lo que no puede ser más que así como es. Aquí empastadas sobre los transeúntes ocasionales: La niña educadita con su pelambre antigua⦁ que mira y mira delante mientras camina para no descaminarse. Mañanas cobrizas del balcón, entarimadas, alzadas, aupadas en sus naranjas y sus suaves amarilleces. Embargan todo el ambiente de la habitación, refrescada por la brisa de las primeras horas para que el solazo cabrón no se apodere de las tirillas que levantan al día y lo sostienen.
Aquí espero que la mañana nos suavice estas horas tempraneras, que las labores hogareñas (testimonio de realidad cotidiana) queden atemperadas por ese prólogo agradable que les ponen: los jubilados podemos degustarlo y contemplar los afanes acelerados de los trabajadores en activo, de los madrugadores. Nosotros ya somos lentos y por eso gozamos de la mañana bañada en sus colores de rigor, estos tonos cambiantes que sólo observamos nosotros desde el mirador del ocio de las clases pasivas.
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⦁ «pelambre antigua». Tipo de cabellera a veces rubia que deja caer el pelo en hebras deshilachadas como las de las mártires cristianas que se aproximaban a los leones de circo o anfiteatro.
Nunca tendría las llaves. Todos los días, al salir de casa, veo la misma puerta roja cerrada; pienso entonces que no tengo las llaves, que nunca ya me darán las llaves. Lo oscuro detrás. Quizá porque lo oscuro quema y arden las manos, se queman al agarrar la redonda manilla humeante.
Otros días paseo por el Parque y me detengo junto al árbol solo, me siento en uno de los bancos verdes de la plaza (o del Parque) y veo cómo los ancianos de gabardina manchada de grasa van tentando la madera del banco, comprueban si está recién pintado antes de sentarse. Se sientan después y la pintura pringa sus ropas gastadas. El árbol sin hojas, seco, arrugada su corteza reseca, cuarteada, resquebrajada. Las figuras del monumento. En sus bocas la brea va apareciendo negra, brillante.
La vieja de la cesta de maderas aparece por la plaza de vez en cuando. La cara cetrina, arrugas diminutas, multitud de ellas dan a su piel un aspecto casi uniforme. Sonrisa de complicidad: sabe que yo sé. También la acompañaba su hermana cuando el «accidente» (¿sabe?). Íbamos juntas. Tenía miedo. Madre me dijo que fuera yo sola al monte a por leña, pero la Antonia quiso acompañarme aquella mañana y como hacía buen día y no tenía prisa, hasta el mediodía no la necesitaban en el Mercado, se vino conmigo. ¿Que te piensas? ¿Que tengo yo la culpa? No sabía correr, yo sí estaba acostumbrada en cuanto oía la sirena me metía en los portales. Ni se dio cuenta: el silbido y un empujón de viento que me tumbó al suelo con las maderas y todo. Vi a mi hermana acurrucada en el suelo y con la cabeza como negra y húmeda. No contestaba. Con todo el humo aquel.
El árbol deja los brazos al aire como si quisiera que se le secaran los dedos: agita los dedos y el viento le hace tiritar. Un árbol seco y solo y que sigue ahí. ¿Por qué?
La puerta roja y cerrada, pintada de bermellón brillante. La puerta roja del almacén. A veces me pregunto qué habrá detrás, pero pienso enseguida en otra cosa. No tengo las llaves. Puede ser una de las puertas del sótano del Colegio. Y en el sótano no hay más que sacos de ropas.
¿Cómo se puede llevar un cuaderno literario? La verdad es que hay gente para todo. Incluso la gente capaz de escribir cuadernos de ocurrencias ingeniosas y cotidianas, un registro de interesantes ideas que aparecen, día sí, día, no, y se apuntan en un cuaderno destinado a ese tipo de menesteres. Puede haber cuadernos de anotaciones como estos para recoger ocurrencias, citas y lecturas de aquí y de allá que me apetece apuntar de vez en cuando; y para eso los tengo. Pero no acabo de entender la tarea de escribir dietarios, informes elaborados sobre lo que le sucede a uno; a menos, claro, que se trate de personas a las que les pasan cosas muy interesantes precisamente porque ellos son muy interesantes y se preocupan, en consonancia con lo anterior, de consignar las interesantes cosas que les pasan. Entonces sí que se comprende.
Otro día y otro lugar muy lejano. O no tan lejano. No hay fechas y estas notas se desperdigan en un tiempo sin pasado ni presente. ¿Esto es de «antes» o de «ahora»? Es de cualquier momento. Al escribir todo resulta ilocalizable o casi. Tan solo cuando hay datos (fechas, nombres, lugares fechables) las cosas quedan ensuciadas por el tiempo. Localizadas.
Lo más atractivo de esta escritura es su vaguedad respecto al tiempo, su indiferencia. Todo es fechable seguramente. Un estudio de la letra, de la tinta, de la vejez del papel manchado por la tinta acabaría dando alguna fecha, alguna antigüedad. Este propósito de evitar el tiempo en notas desperdigadas. A veces pienso que esto no existe. Son palabras sueltas en un limbo.
Recordaba momentos de extrema delicia, aquellos en que sentía fundirse su aire interior con las cosas que tanto le agradaban: algunos animales, ciertos lugares o situaciones, algunas lecturas. Todos ellos tenían la virtud de expandir algo que llevaba por dentro, hincharlo desmesuradamente, a veces hasta el ahogo, y, sobre todo, hacer que el tiempo se detuviera o que unos segundos se sintieran como una hora, un tiempo quieto por tan concentrado en la multitud de imágenes atesoradas. Esas imágenes quedaban archivadas para renacer de nuevo a la conciencia en cuanto las convocara en casa, ya más tranquilo, por la noche o en ratos sueltos de aislamiento y soledad.
«Felicidad» es una palabra cursi que no pronunciaba nadie. Aquellos momentos —su tesoro escondido— eran suyos, es decir, eran raros y de ellos no convenía hablar excepto a muy contados amigos y de segura confianza. Por entonces además no se ocupaba en clasificar y detenerse —como hace ahora— en los significados o el valor de lo que hubiera vivido. Sencillamente, lo sentía sin más. Y cuando se escondía en un rincón a leer o a estar solo, entonces solía dar la casualidad de que fueran esos precisamente los recuerdos que volvían. También en este último caso, pensaba que se debía de tratar de una rareza personal más, una manía que se aceptaba como tal.
Pero también sabía por instinto que la ocasión de vivir algo excepcional se presentaba de repente, casi siempre en las vacaciones del pueblo —pueblos castellanos de Burgos o de la costa vizcaína que en ese orden habían ocupado los meses de verano de su infancia y adolescencia— cuando la ocasión del lugar y la actividad podían despertar con más facilidad las sensaciones y vivencias mencionadas. Una tarde que se presentara aburrida podía «torcerse» y descubrir algún motivo de interés inesperado —en ocasiones la tal intensidad se limitaba a la situación de riesgo o «aventura» posibles y no alcanzaba a otra clase de promesas; en otros casos, se podía presentar el paquete completo: riesgos y sorpresa y la belleza particular de lo sorprendente y la incitación imaginaria que despertaban en los paisajes interiores una multitud de posibles historias derivadas de lo vivido y reconfiguradas por la imaginación o adornadas por la fantasía y así la tarde aburrida rendía su inesperada carga de regalos.
A veces daba la impresión de que el aburrimiento previsto fuera la condición previa para una sorpresa posterior y garantía de la mayor intensidad de lo vivido como algo inesperado. El azar con el que esa clase de días se regulaban —una vez aceptado el aburrimiento como ley y permitidas, por tanto, las posibilidades de una paseante despreocupación— se abría campo a los descubrimientos. Era más factible que se produjeran descubrimientos cuando aburrido uno se dejaba llevar lento hacia ninguna parte. En otros casos uno se aburría sin más y sin opción a sorpresa ni premio que lo valga.
Todo se concentraba en unos breves instantes de entusiasmo. De repentino gozo velocísimo. No porque durara poco sino por la velocidad con que parecían discurrir los acontecimientos —los descubrimientos como acontecimientos o los puros descubrimientos o los descubrimientos puros—. Aparecían cosas inusitadas: una rana, un renacuajo, unas ruinas desconocidas, la orilla de un río con su poza verdinosa, alguna piedra especial —el pedernal como la reina de las piedras—, una salamandra, algún tritón en su compañía, un pájaro raro que poder cazar con la «chimbera» (carabina de aire comprimido), algún pez que pescar desde la escollera de piedras de río, lagartijas interesantes y en profusión, insectos atractivos por su rareza, aunque ya valía con unos cuantos escarabajos de tamaño mediano, escolopendras y otros miriápodos, tijeretas, encantadores zapateros bailando sobre la superficie del agua, nidos de procesionaria del pino —y el consiguiente desastre de coger el nido entero con las manos—; y todo esto en lo que se refiere al reino animal y un poco al mineral.
También había lugares que ahora podríamos llamar «sagrados»: claros de bosque lo bastante solitarios y rodeados de pinos vigilantes, árboles misteriosos en general, alguna cueva y ruinas —ruinas vulgares de casetas para el ganado o de casas de campo abandonadas, nada especialmente antiguo o romano—. Otras veces no eran objetos los centros de atención sino los sucesos: por ejemplo perderse en el bosque, entrar en huertos o sembrados prohibidos, allanar ermitas desoladas y encontrarse siempre perseguido, tácita o comprobablemente, por alguna autoridad vigilante —representada por dueño, portero o guardián jurado, etc.— que salía al encuentro y captura del intruso.
Sicut aquea tremulum labris ubi lumen aënis sole repercusum aut radiantis imagine lunae
Virgilio, Aeneidos, VIII, 22-23.
El vaso de agua cae en las manos encendidas y como la lluvia nos ilumina con su sed; bebemos para apagar el ansia de aire, el deseo, el hueco cada vez más hondo y el vaso de agua que bebemos no se consume, cae al pozo otra vez, y el aire que nos ahoga pide más sed, más aire, más agua…
El aire que bebemos y el que nos falta, el agua en el vaso que nos ahoga, pide más, más hondo, más dentro. Échalo hasta que nos apague y se gaste: llueve, otra vez llueve y se oyen en los cristales las gotas como al freírse en la sartén el agua y sus chispas en el aceite.
Quiero beber aire que encienda las manos en el vaso que me ahoga.
«Rich in savagery», William Carlos Williams, Spring and All [1923], XXVII, 11
La potencia se ejerce con el cuerpo: cada uno de sus miembros aparece (en la fotografía de Stieglitz) distendido y orientado hacia una afirmación de sí mismo que se ignora y por eso mismo se ejecuta con la máxima energía. Se muestra la figura desde algún agua de piscina o semejante que la ocultaba o protegía. Sale del líquido y chorrea aún gotas por el pecho y el vientre y las piernas. El bañador —de un modelo antiguo que añade a la vestimenta que cubre el torso una prolongación de perneras hasta más de medio muslo— se adhiere al cuerpo con tal capacidad de incorporación que sólo el cambio de tono distingue lo desnudo de lo cubierto: poder de la humedad, del agua que todavía se habita cuando ya la figura ha salido del río o del lago o la alberca y ya está en la superficie y se yergue ante el fotógrafo a quien le ofrece con sonrisa estallada la posesión de un supremo señorío del cuerpo en el instante mismo en que despliega la figura en espectáculo. Triunfo de un poder que se ignora, que se sabe alejado de la menor conciencia de sí: sólo hay alegría del cuerpo propio que se entrega al aire libre y confiado.
Dama o caballero sagrado que emite borborigmos morales y reflexiones profundas sobre la manera buena de comportarse y la mala. Suele proponer sus verdades en forma de carteles, de dibujos decorativos con flores y otros colores detonantes en tipografía resultona.
El santimonio (como indica su nombre) se aburre santamente y siente urgencias admonitorias que le obligan, bien que a su pesar, a salir a la palestra pública y presentar sus conclusiones elaboradas con prudencia o recogidas del común acervo de la sabiduría distribuida por la red.
Una vez cumplida su misión se retira a sus cuarteles y no vuelve a salir hasta que la santa indignación por los males presentes y las desgracias previsibles no le instigue y escueza y catapulte a una nueva campaña de sanos consejos y reconvenciones de comportamientos, pensamientos mal orientados o posturas incómodas y poco sanas que tuercen la columna moral de los seres vivientes y de otros entes que pululan por la red.
Es el santimonio modelo de conducta personal, hacedor de hazañas en la vida privada y en la pública, persona altamente recomendable que vela por la salud de los contribuyentes y a otros regala carteles bien escritos con ingenio acompañante y versos rimados, pero siempresiempre, con buena y amasada miga que entre suave y ejerza su misión.
¿Hay algo en lo que hay que llame la atención más de lo que no habiéndolo se esconde en lo que hay?
¿Se esconde como no siendo lo que, habiendo sabido que lo hay, habríamos convenido en tratarlo como no siendo, y eso que a lo que hay hemos venido a decirle que no lo hay?
Pues haberlo o no era algo indiferente a lo que ya se esconde y no siendo es lo que hay.
Busco y busco un algo, qué sé yo qué… dice Blas de Otero. Nunca hubiera pensado que ese verso se me volviera el lema para esta clase de faenas. La teorización sobre uno mismo. Todos teorizan, en realidad a partir de la experiencia personal. Elevan su caso (es el que tienen más cerca) a categoría de un modelo humano de comportamiento. Piensas las edades sucesivas y derivas leyes, lecciones. Las psicologías de las diferentes etapas. Acabo de leer un artículo de Félix de Azúa donde contempla su trayectoria como modelo generacional. Que si los 70 fueron radicales, una época de juventud loca y comunista que desemboca en una madurez serena y responsable. Un esquema fácil y tan convencional como para resultar muy poco creíble.
Esta tarea de mirarse a uno mismo no pasa de cumplir la función de una variedad más del entretenimiento. Le das vueltas a una noria irreal y abstracta, que no te proporciona asidero alguno especialmente firme en el que apoyar los «resortes de la voluntad», cuanto se pueda hacer o dejar de hacer. Son los empeños vanos del entenderse. ¿Para qué hará falta entenderse?
Se procura buscar y encontrar las claves. Se da vueltas a lo que se considera esencial (y quizá sea lo secundario) y a sus ocultaciones y revelaciones. El principio de lo esencial puede ser simplemente falso o ilusorio. Parece más frecuente que lo esencial no pase de una invención anhelante, una proyección idealizadora de los deseos, de eso que llaman la idealización del yo, la construcción del sujeto, etc., o, en palabras anglosajonas, wishful thinking (me ha costado un rato dar con la expresión en el baúl de la memoria. Como si me estuviera siendo censurada).
Quizá no seamos mucho más que tales deseos. Un deseo sin nombre es lo que nos corroe por dentro. Deseo de algo, deseo de más, algo que ni sabemos qué era y que, sin embargo, circula por dentro. Se le suele llamar «felicidad», etc., pero con la tal palabra no pasamos de una suposición tranquilizadora. Pasa que deseamos todo lo que no está, lo que no sabemos. No tiene nombre ese deseo porque no sabemos, no podemos hacernos conscientes de dónde esté, ni cómo se llame, ni a qué responda. Se trata de lo que no tiene nombre. Quizá, si supiésemos qué era eso, nos aterraría. Y quizá entonces también el hecho de que queramos saberlo. Pero seguimos rondando siempre ese abismo cuando nos preguntamos: «¿Y, en realidad, qué quieres?»
—Quiero lo que me supera, pero que habla de algo que soy y lo soy sin saberlo. ¿Quiero eso que soy sin saberlo? A la vez que lo deseo lo temo, y por eso mismo no sé dar nombre a lo que me roe como una ameba las telas del cerebro. Actúo por aproximación y atomizo sus componentes y los proyecto como ideales y metas parciales, sensaciones, metáforas, etc. Y sólo son sombras, las proyecciones vanas y vagas de su dueño, eso que las sobrepasa y tan sólo le sirven de cortejo, como el de unos cuantos alabarderos anunciadores en el desfile. No nos atrevemos a desear con el nombre concreto y rondamos ese algo que barruntamos temible y que nos acongoja y nos tienta. Es evidente que se trata de lo que, al menos como posibilidad, está dentro de nosotros, oculto y cuidadosamente sellado. Buscamos por entre sus huellas, sus restos, las manchas que va dejando en nuestra vida sin darnos cuenta del todo. Tememos el daño que podría desencadenar y entonces ¿por qué a la vez nos atrae hasta ese punto del no retorno? ¿Es porque deseamos oscuramente nuestra destrucción y esta terribilidad imaginaria que intuimos en él también sería un a modo de subterfugio para no reconocer que estamos necesitados de ese mismo dolor sordo que nos atenaza?
«And the boughs cut on the air,
and the leaves cut on the air»
Ezra Pound, Cantos XXI
Tallados en el aire, participando de la capacidad del aire para darles forma. El aire da forma, sostiene, eleva, dibuja. El alma está afuera, está en el aire y, siendo el aire, es quien dibuja y perfila.
El agua negra aún en las sombras. El agua sube, busca alzarse, paso a paso, entrar en el viento, pulverizada, niebla en los marjales, después nube en el cielo, agua entre los dos mundos, agua líquida y sólida, agua que es piedra. Piedra líquida.
La piedra que se abre, la caja que contiene la cueva de Aladino. Cuando la cueva se llena de bisutería, de farfolla, entonces la entrada en la cueva no lleva a ninguna parte. Pimientos rellenos, pulpos, bisutería, pretensión, repetición de movimientos automáticos. Gestos repetidos, muerte en el supermercado.
Entonces salías a la calle porque siempre pensabas que ibas a encontrar algo ahí afuera. Y después de un rato de andar buscando (algo que hacer o decir, o adónde ir, se entiende) terminabas por dar vueltas sin sentido, cruzabas pasos de cebra sin cebra que montar, y terminabas en algún callejón sucio y sombrío con las paredes chorreando mugre. Y te preguntabas: «¿Y ahora, qué? ¿Ahora qué se puede hacer aquí?» Y volvías a buscar algo por allí cerca. O lejos. Donde hubiera algo que buscar o que deseara ser encontrado. Y así, te ibas a la vía o a las vías del tren o a cualquier parte en que no hubiera gente (la gente sólo sabe molestar o poner caras raras de «qué estás haciendo tú por aquí») y si había suerte encontrabas algún hierro curioso por el suelo y te lo llevabas para casa. No porque el hierro interesara lo más mínimo; era porque el hierro te había hecho compañía y había estado allí contigo, en un sitio que por algún motivo «brillaba» y donde no había nadie y aquel sitio estaba bien por eso. La mayor parte de las veces no brillaba nada por ningún sitio y sólo había anuncios de jabón y pasaban señoras tristes con varices y su bolsa de la compra colgando. Así que tú también te ponías bastante triste (una forma de aburrimiento húmeda y fofa que cada vez te aplanaba más) y volvías a casa. En otras ocasiones superabas la derrota rebelándote contra las varices y la bolsa colgando a base de rastrear desesperadamente algún trozo de algo que llamara la atención porque no se dijera que aquella especie de puré que todo lo pringaba te había ganado la partida. Y te echabas a andar por la calle más inhóspita posible, a ver si dabas con algo que te ocupara el rato y ese algo fuera lo bastante elástico como para dar de sí y pegarse con otro y el otro con otro y así hasta llenar toda la tarde (se comenta más tarde esta mecánica en relación con La Piedra).
La verdad es que las calles eran bastante inhóspitas de por sí y lo menos que se podía pensar de ellas es que hubiera algo escondido por allí listo para ser encontrado: no tenían nada más que gente aburrida dejándose llevar, gente de esa que pone cara de preocupación porque no tiene otra cosa que poner. Andan echando los brazos para adelante y abren la boca por si algo va y les cae dentro por casualidad. Como en una red.
A veces la calle misma llamaba la atención, sobre todo, si era una de esas calles como abandonadas y de casas viejas y medio rotas en la que los detalles de las ventanas y las puertas cuentan alguna especie de historia complicada.
Probablemente la estampa más habitual de los centros de trabajo en el país sea esta forma de la miseria, del difícil roce con extraños cadavéricos, de la tristeza obligada como forma de convivencia. Los amagos, los saludos aburridos, la degradación física contemplada obligatoriamente —por razones de trabajo— día a día.
El aburrimiento como ley, como líquido ambiental para asustar insectos, para limpiar un poco de vibraciones mortales el aire, el aburrimiento como hostilidad instalada, como una muerte vacunada.
Que no se note, que nada se note. Vamos a ver si la mentira se apodera de las paredes y las baldosas de los pasillos, a ver si mata la menor posibilidad de verdad y todos nos podemos ya morir tranquilos en nuestro antro.
Qué difícil es adoptar la indiferencia imprescindible frente a esa miseria cotidiana, convivir con ella de manera que nos afecte lo menos posible. Ponerse a resguardo. Qué difícil que esa basura no te inquiete.
Los días que quedan, como ruedas cayendo por la calle empinada, deslizándose solas, salpicando las piedras: una, dos, cada día.
Otra veces vuelan, salen desmandados, y chirrían por todas las esquinas, chillan, y cada minuto se clava como una punta aguzada, instantes que no hubieran debido estar allí, todos se colocan juntos, apelotonados, y explosionan a la vez como petardos de feria.
Los días son ajenos, tienen su mecánica, sus sabores; el mismo paso del tiempo lo tiene, el sabor agrio o el vertiginoso, el dulzarrón con que a veces se desliza la trivialidad mortal que nos habita.
Si la ciudad es un teatro, además de distancias, humos, incomodidad, contactos masivos y rara vez agradecidos; si es un teatro, un gran decorado, una disposición de espacios para hacer de nuestra vida esa mercancía, esa ficha, ese figurín que tiene que hacer algo por ahí; si es esto antes que cualquier otra cosa, también es a veces sensaciones, emociones, sentimientos que pegamos a las cosas que nos acompañan como si fueran personas, a veces compañeras más íntimas y vivas que las personas vivas que también decoran nuestro paisaje cotidiano.
Seguramente no será posible escribir nunca la historia que pretendo. Hay historias imposibles porque no tienen actores ni personajes ni prácticamente lugar concreto en el que puedan suceder. Son más bien una serie confusa de coincidencias, el momento de confluencia de la persona con algo, el ambiente y aquello que los define a los dos, pero no porque tengan uno sobre el otro ninguna relación de armonía sino quizá por todo lo contrario. No hay relaciones. Hay cruces instantáneos, hay sucesos involuntarios, hay, y ésa es la única palabra posible, encuentros.
Los encuentros tampoco están exactamente en el tiempo. No se han producido ayer ni hoy ni mañana. Aparecen desperdigados en forma de rastros de los que quedan vestigios y estos últimos son los restos, las partes de lo que haya sido antes y tiene que ver con lo que es, fue y será en determinado momento y (eso sí) junto con lo que quizá complete o integre el momento de algún futuro cierre de una figura lograda de significado.
Alguien, por ejemplo cualquier persona, tú mismo o nadie en concreto, está, estará con toda probabilidad detrás de ese encuentro, de aquello que transformaría el lugar y le daría la capacidad de acoger formas nacidas para cumplirse en la tal sintonía.
Y no es necesario testigo alguno que determine su valor ni su importancia. Sólo hay uno mismo delante de la presencia infinita de ese sentido en que cada instante del pasado resuena con los instantes del presente y ofrece la posibilidad de integrarse en sucesivas formas futuras.
Tratar de hallar el hilo que una todos los instantes y les permita integrarse en una totalidad nueva, más bella, más plena de música, naciendo en cada vislumbre de otra posibilidad no cumplida pero expectante, es la misión que se habría impuesto a sí mismo el sujeto del relato desde el momento en que sintió por vez primera la presencia de la figura en alguna escena cotidiana.
Cuando te ponías las gafas y las aletas y te arrojabas al fondo para entrar en la cámara silenciosa, azul, callada, y ver desde dentro, desde la habitación aislada, en calma, el discurrir del agua, verde, o azulada o blanca cuando subías, oscura cuando bajabas al fondo, al límite tenebroso de la arena, donde algún pez pequeño cruzaba y el sabor del agua que tragabas y la falta de aire que te alzaba hasta la luz.
Entrar también en el agua del río, embarrada y borrosa cuando buscabas las cuevas de la trucha o el barbo gigante debajo de la roca grande, en medio del río, junto a la poza donde nos bañábamos.
Secretos del agua negra, las piedras redondas suavizadas por las adherencias de hierbas y algas y cardúmenes pegados debajo. Negro de lo oscuro, negro antiguo, allí esperando, resbaloso; azul del viento solar que penetraba en las profundidades. Sol líquido. Húmeda y verde cuando atravesabas la frontera que te rodeaba, cuando eras incluido, admitido en la bodega oscura, multicolor, irisada de pulsaciones, latencias…
Y esperas en el callado bullir de lo envolvente.
«Perdemos el exacto sentido de lo que nos falta»
Miguel Torga, Diarios
Es posible que lo perdamos, pero la angustia consiste en la conciencia de lo mucho que nos falta. No sabemos qué sea eso que nos falta. Y de ahí la angustia. La tentativa permanente de alcanzar ese límite que deje sitio al menos a lo que no sabemos que nos falta, lo que está más allá. Lo que nos limita, la seguridad de que hay tanto que no sabemos, tanto que está rondándonos sin que sepamos qué sea, dónde esté, dónde estemos nosotros mismos en relación con todo aquello que nos desborda, cuál pueda ser la puerta de acceso.
Hemos tanteado posibilidades, hemos confiado en una «espera», en una disponibilidad, en una escucha que siempre nos ha dejado en la orilla del aquí. Quizá no haya otra, quizá la tensión que nos abre a lo no sabido, se quede siempre aquí. Quizá sea otro el modo, el llamado «camino», la manera de acceder.
Sólo tenemos lo nuestro, lo que somos, la insuficiencia radical que nos constituye. Entonces, ¿de dónde viene esa trampa deseante? ¿Por qué ese engaño que nos trama el deseo, la insatisfacción interior? ¿Por qué entonces la trampa permanente del querer ir más allá de lo que estamos siendo como si lo esencial estuviese en otra parte, oculto, arteramente escondido y nuestra búsqueda, condenada, no tuviera fin? Ver, y ver sólo lo insuficiente, lo ya sabido, la confirmación de nuestra permanente incapacidad.
¿Un «camino» propio o la «decoración» de un mundo para los demás? ¿Cómo ofrecer a los demás lo verdadero, lo encontrado, lo inventado, si ni siquiera hemos alcanzado la meta posible de lo que esté esperando para completarnos, para cumplir lo que somos y permitirnos entonces ofrecer la visión de lo que hay a los demás?
El primer «los demás» somos nosotros mismos y nuestra perentoria insuficiencia. Tantos años buscando serían suficientes para justificar un abandono, una resignación; y, sin embargo, ahí seguimos contra todo, especialmente contra algunos de los próximos que constatan que no hemos dado nada desde hace ya tanto…¿Cómo dar lo que no se tiene?
Ojalá pudiéramos dar desde la plétora alcanzada, desde la unión con lo pretendido y el hallazgo de lo que espera desde siempre. A veces piensas que esa misma trampa es tu invento. La justificación interior falsaria con la que te impides, coartas, cualquier paso adelante. La trampa del miedo. La detención auto-impuesta. La libertad que no desea reconocerse, saber que está ahí y tiene el mundo delante. Y no quiere verlo. Verlo y aceptarlo. Y como la zorra de las uvas dice que están verdes. Las Sour Grapes de WCW. Y vuelve al principio y le da vueltas a la rueda, a la eterna noria de la imposibilidad. El orgullo de no aceptarse como quien irremediablemente se es. El que está aquí. Porque no hay otro. No hay más cera que la que arde. Reconocerlo. Y sólo tras reconocerlo constatar las limitaciones, y aceptarlas antes de procurar sobrepasarlas y vencerlas. Ese es el desafío esencial. Lo que eres llega hasta donde le es posible. Y si no puede más debe aceptarse en su imposibilidad.
El mundo limitado, inexacto, imperfecto, es el mundo que hay, el tuyo. Tú eres el encargado de sobrepasarlo o de contentarte con sus insuficiencias. No hay otro «camino». Porque el camino que pretendes no lleva a ninguna parte y quizá lo hayas escogido precisamente por eso. Porque, al final, te detiene. Y quieres detenerte. Oscuramente pretendes ese final de jornada. Y, sin embargo, sigues en esta empeñosa tarea de empujes, de pretensiones, de tentativas. Eso es lo raro. Si tan constantemente se te ha presentado el mismo muro de ladrillo delante y la perfección de sus cementos, su absoluto cierre, la clausura (ese «No» del portero cuando pides permiso para entrar), ¿por qué sigues empeñado en pasar sin hacer tampoco nada por pasar, y dar el salto?