Yermo arenal

(…) Palacios, templos, se cambian
en campos de soledad,
y en un yermo y silencioso,
melancólico arenal,
sin luz, sin aire, sin cielo,
perdido en la inmensidad. (…)

José de Espronceda, El estudiante de Salamanca

El llano. La planicie rala y vacía entretenida por unos cuantos matojos y bolas rodantes de maleza de esas que salen en los spaghetti westerns de entonces. La llanada vacua y arrasada por el viento inclemente de algún invierno resecoso. Amarillo el suelo y un cielo gris, nunca resuelto en lluvias. Ahí donde nos habíamos ido quedando varados, perdidos, aparecidos por el lugar, sin saber bien por qué ni para qué. Ahí estábamos ya desde hacía tanto tiempo. En ocasiones se dejaba ver una de esas gasolineras potrosas y abandonadas (como las que proliferan en el mismo tipo de espectáculos cinematográficos mencionado antes). Pero sobre todo la llanada fría y pastosa de un secarral abandonado, dejado y sin gente (ni tan siquiera el correcaminos de los dibujos; ése al que persigue el obstinado y contumaz coyote). No había individuos identificables para hacer de agentes de animación espacial (seres vivos y automotrices, me refiero). Nada que se moviera o que estando quieto consiguiera llamar la atención, excepto los clásicos pelotones de malezas y pajillas. Nada que se atreviera a oponer su inquietud a una mirada genérica y distraída como la que barre con su cámara ese espacio monótono y tostado de colores leonados típicos de las mostazas y salsas francesas habituales. Había, sí, se hacía visible alguno de esos montes chatos, uno de esos conos de tierra y piedras terrosas alzados en alguna esquina y reducidos a una rocallosa superficie plana en la cima. Tan plana que podría hacer de cerrillo para cualquier castro celtibérico o de superficie apta para aterrizaje de helicópteros (de alguna empresa de prospección petrolífera en su programa de actividades alevosas e irregulares de siempre).

En semejante ámbito de agria soledad desértica se solía localizar la posibilidad de un «infierno» en las ficciones románticas. Nadie mejor que don José de Espronceda para asegurar que su estudiante salmantino hubiera viajado por la noche a uno de esos «desiertos infernales», magnéticamente arrastrado por su Espectro y que pasara allí un buen rato en contemplación. Y describe el lugar con las particulares características de un Secarral Palentino de los «campi gothorum», con todas esas deducibles malezas y árboles raquíticos y anticuados, tan propios de alguna vieja guerra contra el francés y múltiples gabachos colgados de sus ramas en correspondencia con similares hazañas por parte de estos últimos. Llama la atención la familiaridad que personaje y autor muestran hacia el tal entorno castizo. Es un verdadero desierto de los de aquí. Y siento ahora que quizá no haría falta recurrir a las costumbres del cine de coproducción ítalo-americana para entrar en ambiente… Pues ya por aquí hubo otros infiernos y escenas de un animado western medieval cuando lo de los moros: aquellos «vaqueros» salían a sus secarrales amarillos del páramo castellano en procura de unos cuantos «infieles» a los que alancear y así, de paso, practicaban arte caballista y mostraban los trofeos en el pueblo correspondiente a la puesta de sol. Aquellas parameras, también amarillas, con sus montes y sus cerrillos calvos, sus malezas y árboles raquíticos, con o sin ahorcado. Y, como siempre, mucho polvo y muchas piedras con las que tropezarse obstinados en los caminos de grijaleras.

2 comentarios en “Yermo arenal

  1. Una cita más holgada del pasaje:

    «(…) palacios, templos, se cambian
    en campos de soledad,
    y en un yermo y silencioso
    melancólico arenal,
    sin luz, sin aire, sin cielo,
    perdido en la inmensidad,
    tal vez piensa que camina,
    sin poder parar jamás,
    de extraño empuje llevado
    con precipitado afán;
    entretanto que su guía
    delante de él sin hablar,
    sigue misterioso, y sigue
    con paso rápido, y ya
    se remonta ante sus ojos
    en alas del huracán,
    visión sublime, y su frente
    ve fosfórica brillar,
    entre lívidos relámpagos
    en la densa oscuridad,
    sierpes de luz, luminosos
    engendros del vendaval; (…)»

    revela evidentes resonancias dantescas en el periplo de don Felix y el Espectro y el carácter infernal de su recorrido.

    Se lee en José de Espronceda, Obras poéticas y escritos en prosa, Madrid, Mengíbar, 1884, pág. 312.

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